EL MITO DEL
ESTADO MINIMO:
UNA DECADA DE REFORMA ESTATAL EN ARGENTINA*
1. Introducción
Argentina es
probablemente, el país que en el transcurso de los años 90 ha experimentado las
transformaciones más radicales en la configuración, tamaño y papel del estado
nacional.[2]
El caso argentino ha despertado un lógico interés de parte de los organismos
multilaterales de crédito por difundir esta experiencia y señalarla como un
modelo a imitar por otros países embarcados en procesos de reforma y
modernización estatal, aún cuando no existe hasta la fecha una comprobación
fáctica que permita efectuar afirmaciones comparativas como las que inician
esta introducción. De todos modos, debo apresurarme a aclarar que al subrayar
la profundidad de los cambios ocurridos no pretendo emitir un juicio positivo
sobre los mismos, sino señalar que en términos cuantitativos, el estado
nacional argentino guarda hoy un lejano parentesco con el aparato institucional
que poco más de diez años atrás lo triplicaba en tamaño y era responsable de
numerosas gestiones de las que actualmente ya no se ocupa.
Este trabajo constituye el resultado parcial de una
investigación orientada a establecer, precisamente, qué cambios se produjeron
en el estado nacional argentino durante la década de los años 90, cómo se
relacionaron estos cambios con otras transformaciones en los estados subnacionales
y en la sociedad en general, y cuáles son los nuevos rasgos del estado nacional
resultantes de este proceso.
Se plantean, además, algunas reflexiones acerca de si el
modelo que emerge es el que marcará el destino de otros estados nacionales o es
un simple modelo sui generis,
transición hacia alguna otra forma de estado nacional apropiada para una época
de globalización y, simultáneamente, de subnacionalización, como la que estamos
atravesando.
En el desarrollo del trabajo,
analizaré en primer lugar una serie de datos e indicadores que, hasta cierto
punto, permiten evaluar y medir la naturaleza de las transformaciones
ocurridas. En segundo término, y a la luz de la información examinada,
discutiré los significados conceptual y práctico que se desprenden de la noción
de “estado mínimo”, así como sus diferencias con el concepto de “estado
ausente”, dada la habitual confusión entre ambos. Luego, pasaré revista a los
diferentes mecanismos de reforma del estado que, más que producir su
minimización, provocaron una metamorfosis sumamente compleja que de ninguna
manera cabe dentro de la concepción simplificadora del “estado mínimo”.
Finalmente, efectuaré algunas reflexiones sobre el impacto de estos cambios
sobre el perfil y el papel del estado nacional, así como de otras instancias
estatales en el ámbito sub-nacional. Una sección de cierre resumirá los
principales puntos de vista y conclusiones resultantes del trabajo.
2. La
magnitud y naturaleza de los cambios
Argentina tiene hoy uno de los aparatos estatales de nivel
nacional más pequeños del mundo, al menos en relación a su población, PBI y
otros indicadores. Claramente, este fenómeno está asociado a diferentes
variables, incluyendo el nivel, características y distribución del empleo
público; el nuevo perfil de la dotación; la evolución y composición del gasto
público y las variaciones en el número y composición de las unidades
organizativas. Analizaré estas variables en el orden presentado.
Si consideramos las variaciones en el empleo público
producidas durante la década del 90, comprobaremos que en 2000, el estado
nacional argentino empleaba un total de 291.287 agentes, lo cual representaba
apenas el 1,8% de la PEA del país.[3] El 89,4% de este personal correspondía
al Poder Ejecutivo, mientras que el restante 10,6% se dividía entre el Poder
Legislativo, el Poder Judicial y el Ministerio Público. Quedaban excluidos del
total: a) el personal contratado -por ejemplo, docentes- a través de
horas-cátedra equivalentes a 1.295.246 horas anuales; y b) los agentes
empleados a través de contratos especiales, así como los miembros del Gabinete
de Autoridades Especiales.
Estos números contrastan fuertemente con los observables en
las dos décadas anteriores. Al asumir, en 1983, el gobierno constitucional del
Presidente Alfonsín, la Administración Pública Nacional empleaba un total de
981.012 personas, cifra que se incrementó considerablemente -a 1.019.342
personas- al momento de comenzar a aplicarse el denominado Plan Austral (1985),
y decayó hacia junio de 1986 a 992.072 trabajadores, según un informe difundido
en ese entonces por la Secretaría de Hacienda.
Todavía en 1989, a comienzos de la Presidencia Menem, permanecían
en el Poder Ejecutivo 874.182 empleados. Una década más tarde, este número
había descendido a unos 270.000
empleados[4],
es decir, a sólo un 30% de la cifra anterior. Las razones de esta
disminución fueron múltiples. El traspaso de personal al Gobierno Autónomo de
la Ciudad de Buenos Aires y la exclusión estadística del personal de
universidades nacionales como agentes estatales, explican un 34% de la
reducción. Otros 290.000 empleados fueron transferidos a las provincias, a
través de los programas de descentralización educativa y de salud. Además, una
cantidad de personal, estimada en más de 240.000 empleados, pasó a trabajar en
las ex empresas públicas de las que se deshizo el estado nacional a través de
los procesos de privatización. Por último, unos 125.000 empleados se
desvincularon de la función pública, en el marco de los sistemas de retiro
voluntario y jubilación anticipada.[5]
El proceso recién analizado,
popularmente conocido como “desguace del estado”, produjo numerosos impactos,
entre los cuales sobresale el nuevo esquema de división del trabajo entre el
estado nacional, los estados subnacionales, el mercado y la sociedad en su
conjunto. Si limitamos el análisis al empleo público, es evidente que los
retiros de personal (voluntarios o no), la tercerización de funciones y la
privatización de empresas públicas, produjeron importantes consecuencias sobre
el mercado de trabajo en el sector privado. Pero aún más relevante fue el impacto
sobre el empleo público en las provincias y municipios, que vieron acrecentadas
sus dotaciones tanto por las transferencias desde la Nación de personal de
salud, educación o vialidad como por factores endógenos que impulsaron un
fuerte crecimiento del empleo durante la década del 90.
En realidad, lo ocurrido en el período aceleró simplemente
una tendencia en la composición del empleo estatal que se venía produciendo
desde por lo menos mediados del siglo 20. Alrededor de 1950, el gobierno
nacional contaba con 3,04 empleados por cada 100 habitantes, mientras que en
las provincias, el índice correspondiente era de apenas 1,25 empleados por cada
100 habitantes. Hacia fines de la década del 80, y a pesar de que el volumen
absoluto del empleo creció en ambas jurisdicciones, el incremento en el ámbito
provincial fue mucho más acelerado, alcanzando en promedio una relación
dotación/ población similar a la nacional (de aproximadamente 2 empleados cada
100 habitantes). A partir de ese punto de cruce, las curvas se separaron
abruptamente durante los años 90, llegando el empleo público provincial a ser
cinco veces mayor que el nacional. El Cuadro 1 muestra la distribución del
empleo a lo largo del medio siglo considerado.
Junto con estas transformaciones en el tamaño del estado,
las funciones a su cargo y la composición de las dotaciones de personal, se
produjo un fenómeno que ha pasado bastante inadvertido para los analistas de la
reforma estatal: la virtual desaparición de la presencia del estado nacional en
el ámbito subnacional. Según un Censo Nacional de Funcionarios realizado en
1977, un 68,03% de los empleados públicos nacionales se desempeñaba en las
distintas provincias argentinas, lo cual constituía una formidable fuente de
empleo para sus poblaciones.[6]
Todavía a fines de los años 80, la proporción del empleo nacional en las
provincias equivalía a más del 50% de la dotación. Muchos de ellos son hoy
empleados públicos provinciales (como los maestros y personal de salud), otros
continúan empleados por el estado nacional en territorio provincial (como el
personal impositivo y de aduanas), pero un gran número pasó a desempeñarse en
empresas privatizadas (como los correos, telefónicas y servicios públicos en
general) mientras que otra importante cantidad perdió su empleo o fue
transferido a otros puestos, con motivo de la supresión de ciertos organismos
(v.g. Juntas Reguladoras) o de la limitación de sus servicios (v.g.
ferrocarriles).
Una consecuencia inmediata de las tendencias señaladas es
que los gobiernos provinciales debieron hacerse cargo de nuevas
responsabilidades y administrar un aparato institucional mucho más denso y
extendido, sin haber adquirido las capacidades de gestión requeridas, lo cual
se tradujo en altos grados de ineficiencia en el cumplimiento de los programas
de gobierno. La crisis económica de las provincias en el campo productivo,
unida a los magros ingresos tributarios obtenidos de fuentes locales,
incrementaron la dependencia de estos estados subnacionales de la
coparticipación impositiva, las transferencias y adelantos del gobierno
nacional y un creciente endeudamiento.[7]
La situación relativa del empleo público en cada provincia
también comenzó a mostrar importantes variaciones. Actualmente, como se observa
en el Cuadro 2, la relación dotación /población de la provincia que más
personal emplea es alrededor de cuatro veces superior a la que registra el
índice más reducido. Dado que el gasto en personal es el componente más
importante del gasto público provincial, aquéllas provincias en las que el
sector público emplea una proporción muy alta de la población económicamente
activa, coinciden no casualmente con las que han sufrido altos índices de
endeudamiento, crisis fiscales crónicas y conflictos sociales recurrentes. En
el Cuadro 3 se consignan algunos datos adicionales que permiten apreciar el
gasto medio por habitante a nivel provincial y el impacto del empleo público
municipal sobre el mercado de trabajo local, sobre todo en las capitales
típicamente administrativas, como Santa Fe, Catamarca, La Rioja o Tierra del
Fuego.
El número de empleados según tipo de
institución también varía ampliamente. Así, provincias semejantes en población
y número de parlamentarios tienen legislaturas cuya dotación de personal, en un
caso, puede ser dos o tres veces superior a la de la otra. Algo similar ocurre
con los salarios que reciben los empleados al servicio de los tres poderes del
estado, donde también se observan amplias diferencias entre provincias pero, a
su vez, amplias variaciones en los valores que se pagan a funcionarios de nivel
equivalente, según trabajen para el Ejecutivo, el Legislativo o el Judicial.
Por otra parte, existen fuertes distorsiones en la
estructura salarial, curvas extremadamente achatadas y bajos incentivos para
asumir mayores responsabilidades o atraer al personal de mayor calificación.
Los tramos salariales más bajos resultan, casi siempre, mayores a sus
equivalentes en el sector privado, donde para colmo los empleos son más
precarios y las condiciones de trabajo más rigurosas. Además, existen
tratamientos diferenciales incomprensibles entre personal permanente y
contratado, así como elevadas ubicaciones escalafonarias de ciertos empleados,
que no se corresponden ni con sus competencias ni con la reducida importancia
de los puestos que ocupan. Asimismo, personas que desempeñan tareas similares
cobran a veces sueldos muy diferentes, por el sólo hecho de trabajar en
organismos con escalafones más o menos generosos.
Como conclusión de este análisis, puede afirmarse que en los
últimos diez años se produjo una “fuga” de empleo público del estado nacional
hacia los estados subnacionales. Las provincias y municipios se han constituído
en fuertes empleadores, forzados por las transferencias unilaterales de
gestiones desde la Nación, por las crisis de sus economías y por la continuada
vigencia del nepotismo político[8].
Considerar que se está en presencia de un “estado mínimo” por el hecho de que
el gobierno nacional se ha desprendido de dotación y funciones es negar,
simultáneamente, la estatidad de los estados subnacionales.
Argentina se asemeja hoy mucho más a países federales
avanzados, como Estados Unidos o Canadá, donde las burocracias estaduales son
abultadas, aún cuando las provincias argentinas no hayan alcanzado niveles semejantes
de autonomía fiscal y operativa. En este sentido, debe subrayarse su alto grado
de dependencia del Tesoro Nacional y del endeudamiento interno y externo,
fuentes ambas en las que el estado nacional sigue jugando un papel primordial
pese a su aparente “extinción”.[9]
La fuerte reducción de personal derivada de transferencias
de responsabilidades y desregulaciones varias, se vio parcialmente
contrarrestada por la incorporación de personal dedicado a otros asuntos
nuevos, demandado por la propia redefinición del papel estatal. Por ejemplo, el
incorporado a los nuevos entes, comisiones y otros organismos de regulación
creados para ejercer control sobre las actividades de las empresas y servicios
privatizados durante la década del 90. O el destinado a instituciones creadas
para asegurar una más plena vigencia del orden jurídico, el control de gestión
y la transparencia de la función pública, como el Consejo de la Magistratura,
la Auditoría General de la Nación o la Oficina Anticorrupción.[10]
Una característica saliente de la actual composición del
empleo público es el hecho de que, prácticamente, han desaparecido de la
dotación del estado nacional, los grandes aparatos burocráticos que solían
contar con plantas de personal que sumaban decenas de miles de empleados.[11]
Con la transferencia a las provincias del inmenso aparato de educación y salud;
o con la privatización de las empresas públicas, son muy pocas las
instituciones que superan hoy los 10.000 empleados: las Fuerzas Armadas
(102.682 agentes), la Policía Federal (31.726), la Gendarmería Nacional
(18.282), la Prefectura Naval (14.910) y la Administración Federal de Ingresos
Públicos (22.101).
Otro dato interesante, que surge al analizar la evolución de
la dotación durante la última década, es que el estado nacional ha pasado a
convertirse, fundamentalmente, en un aparato orientado a funciones políticas y
coercitivas. Orlansky (1994) ha señalado que, al despojarse de sus funciones
sociales y empresarias, creció la incidencia numérica del personal estatal
empleado en funciones políticas.[12]
En lo que se refiere al aparato de coerción, se observa que
casi dos terceras partes de la dotación (unas 170.000 personas) se integra
actualmente por personal militar y policial. Estas cifras resultan más
impactantes si se recuerda que, inesperadamente, el perfil del estado nacional
guarda hoy cierta semejanza con el que exhibía en su etapa formativa, ya que
hacia 1874 su dotación se componía en un 75% por integrantes del ejército y la
marina (Oszlak, 1982, 1997).
Como consecuencia de la recurrente crisis fiscal que
atravesó el estado nacional durante los últimos años, se ha intentado
reiteradamente aumentar la recaudación tributaria y aduanera, fortaleciendo al
organismo responsable, la AFIP, cuya dotación equivale a un 8,7% de la dotación
total del gobierno nacional. Se ha mantenido también, en el ámbito del estado
nacional, un conjunto de instituciones dedicadas a la actividad
científico-tecnológica, aún cuando el presupuesto global destinado a sus
programas de trabajo han visto reducida su participación en el total. El
sistema nacional de ciencia y tecnología absorbe hoy un 1,5% del total del
presupuesto (729,1 millones de pesos, de acuerdo al Presupuesto Nacional de 1999),
porcentaje que incluye entre sus principales organismos al Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), con 6.708 agentes; el
Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) con 3.881; el Instituto
Nacional de Tecnología Industrial (INTI), con 944; y la Comisión Nacional de
Energía Atómica (CNEA), con 2060.
De acuerdo con cifras recientes (Grupo Sophia y otros,
2000), los organismos que prestan servicios especializados de carácter
sectorial (v.g. agropecuarios, como SENASA; Semillas, como INASE; hídricos,
como el INCYTH), ocupan a más de 3.000 agentes. Por su parte, todo el sistema
regulatorio del estado (ORSNA; ENARGAS, ENRE, CNRT, OCRABA, ETOSS, CNC, ANMAT)
tiene una dotación de aproximadamente 1.200 empleados. El aparato cultural
(Fondo Nacional de las Artes; Instituto Nacional del Teatro; Teatro Nacional
Cervantes y Administración General de Museos Casa Rosada), emplea a unas 250
personas.
Desde el punto de vista de las modalidades de contratación
del personal, creció el empleo de personal mediante contratos de trabajo
suscriptos en el marco de proyectos financiados por agencias multilaterales,
sea en forma directa o a través de contrataciones por organismos
internacionales. Se estima que este personal, que no aparece en las nóminas de
agentes estatales, suman unas 15.000 personas. Asimismo, muchos de los
servicios de apoyo (mantenimiento, logística, transporte, imprenta, etc.), que
antes se realizaban con personal propio, han pasado a ser provistos por el
mercado, incluyendo a las empresas constituidas por ex-empleados públicos,
mediante esquemas de tercerización.
En los otros poderes del estado (Legislativo y Judicial), se
advierte un importante crecimiento en sus respectivas dotaciones de personal.[13]
Datos obtenidos del Presupuesto Nacional para el año 2000 indican que el Poder
Legislativo emplea 10.431 personas, mientras que el del Poder Judicial alcanza
a 17.353 agentes. En términos de gasto público, estos dos poderes absorben,
respectivamente, el 1,1% y el 1,6% del presupuesto nacional.
A la caracterización efectuada sobre el tamaño y composición
del empleo público nacional deberían agregarse algunas observaciones que
podrían modificar en parte la
interpretación sobre los cambios ocurridos. Por ejemplo, ¿cómo cabría
imputar al gasto público nacional asignado a seguros de desempleo o a subsidios
para cubrir empleos precarios en las provincias? En la actualidad, por ejemplo,
más de 100.000 personas cobran el seguro de desempleo a cargo del estado,
contra unas 12.000 que lo hacía en 1992. A su vez, alrededor de 290.000
personas -o sea, 2,2% de la PEA- posee empleos públicos precarios con un pago
menor a $200 mensuales. (Clarín, 23/5/99)
Otro dato impactante es que, frente al aumento de la
desocupación, el Gobierno Nacional puso en marcha programas de empleo
transitorios que, sin contar los propios de las provincias, abarcaron en 1993 a
307.808 trabajadores. En 1995, en plena recesión y efecto “tequila”, su número
se elevó a 570.710 personas por mes. En los años siguientes, a pesar de la
reactivación económica, el número siguió en aumento. En 1997, por ejemplo,
llegó a extenderse a 1.515.168 personas. Es decir, pese a haberse intentado
eliminar el sobreempleo público desde comienzos de la década, “se terminó
creando otro sobreempleo por la vía de los planes precarios y los subsidios”
(Clarín, 23/5/99)
El volumen y composición del gasto público a lo largo del
tiempo proporciona otro ángulo de observación sumamente importante para evaluar
los cambios operados en el estado nacional durante la década del 90, sobre todo
para poner a prueba la hipótesis de una presunta minimización de su envergadura
y grado de intervención social.
En 1990, el gasto público
consolidado[14] (en valores
constantes de 1997) sumaba 61.949 millones de dólares. En 1999, ascendía a
97.595 millones, registrando un crecimiento del 57,5% en el período. Este
simple dato, contrastado con la envergadura de las reformas orientadas a
contraer su aparato institucional, parecería indicar que, lejos de extinguirse,
el estado ha crecido visiblemente. ¿Cuál estado? En primer término, el estado
consolidado en sus tres niveles jurisdiccionales. Pero también, tomado
singularmente, el estado nacional. Si efectuamos la misma comparación para esta
jurisdicción, observaremos que entre el nivel de gasto de 1990 (siempre en
millones de 1997), que alcanzó a 38.755 millones, y el de 1999, en que
representó un total de 51.074 millones, el crecimiento neto del gasto en el
estado nacional fue del 31,8%.[15]
Esto significa que el ritmo de crecimiento en este último nivel fue menor que
en el nivel subnacional, pero si se toma en cuenta el destino del gasto, esta
conclusión se relativiza.
En efecto, la participación de los recursos de origen nacional
en los presupuestos de los estados sub-nacionales alcanzó en 1999 al 62%. Esto
significa que el estado nacional ha creado, a través de los mecanismos de la
coparticipación federal de impuestos y de adelantos del Tesoro no
reembolsables, una fuerte dependencia de provincias y municipios de los fondos
transferidos por el erario nacional[16].
Pero además, la presión tributaria neta que ejerce el estado, en términos de su
relación con el PBI, ha crecido notablemente, hecho que a su vez adquiere mayor
importancia si se tiene en cuenta el importante aumento del PBI durante la
década del 90 (más del 40%). Para el año 1999, la presión tributaria total neta
ha sido estimada en un 28,9%, cifra que contrasta fuertemente con las
verificadas a fines de los 80, en que ese índice no alcanzaba el 20%.[17]
Si bien estos valores son significativamente más bajos que los habituales en
países centrales, un incremento como el producido luego de una década de
vigencia de una orientación netamente reducccionista del aparato estatal,
contraría la visión simplista que equipara menos personal y organismos a estado
mínimo
Desde el lado de la composición de los egresos según el
objeto del gasto, las cifras son muy reveladoras, ya que nos proporciona
elementos de juicio para apreciar los cambios producidos en el papel y la
función de producción del estado. Al respecto, conviene separar dos grandes
categorías de partidas: por una parte, las destinadas a cubrir gastos en
personal, bienes y servicios no personales e inversiones o trabajos públicos;
por otra, las asignadas a transferencias y servicios de la deuda. En el primer
caso, se considera la forma en que el estado configura lo que he denominado en
otros trabajos su función de producción,
es decir, la combinación de recursos humanos, financieros y materiales
requerida para producir los bienes, regulaciones y servicios que justifican la
existencia y reproducción de su aparato institucional. En el segundo caso, el
análisis se centra más bien en el volumen y distribución de recursos estatales
transferidos a terceros para su afectación a diferentes objetivos, los que
habitualmente son clasificados como transferencias
y servicios de la deuda. Es el caso
de subsidios, reintegros, aportes, contribuciones para cubrir el déficit de la seguridad
social, adelantos no reembolsables a gobiernos subnacionales, compromisos de
inversión en procesos de privatización de empresas y servicios públicos, etc.
La importancia de distinguir entre estos dos conjuntos de
partidas presupuestarias se advierte al establecer comparaciones entre
organismos. Por ejemplo, el Ministerio de Trabajo figura en las estadísticas
con el presupuesto más abultado, lo cual no se explica por los recursos que
destina a conformar su función de producción, sino por las transferencias que
efectúa al deficitario sistema de la seguridad social (alrededor de 20.000
millones de dólares), que representan más del 98% del total de sus gastos. En
cambio, instituciones como el Ministerio de Defensa, cuyo personal constituye
más del 35% del total de la Administración Central, tiene una participación en
el presupuesto nacional que no llega al 8%, debido a los exiguos salarios
promedio de ese personal.[18]
En términos agregados, es interesante
destacar que el estado nacional paga hoy más intereses de la deuda que salarios
públicos.[19] Por cada
peso destinado a sueldos de la administración pública nacional, abonará este
año 1,7 pesos por intereses de la deuda. Hasta 1999 la relación era inversa,
pero se modificó tras el estancamiento de las remuneraciones durante la década
del ’90, al tiempo que la deuda crecía irrefrenablemente. Hoy, su magnitud
equivale a cerca del 60% del “tamaño” de la economía nacional, medida por su
PBI.
Variaciones en el
número y composición de las unidades organizativas
En principio, los cambios producidos en la cantidad y
naturaleza de los organismos que componen el sector público, puede darnos un
indicador valioso sobre las transformaciones producidas en el papel estatal
frente a la sociedad. En este sentido, la experiencia argentina refleja cambios
muy pronunciados, tanto en el número como en el perfil institucional del estado
nacional.
Tal como se la ha concebido habitualmente, la
reestructuración organizacional del estado argentino ha implicado casi siempre
una mera reducción del número de unidades existentes. La ilusión de que,
disminuyendo la cantidad de Secretarías, Subsecretarías, Direcciones o unidades
de otro tipo, se mejora el funcionamiento del sector público, ha funcionado
como principio indiscutible de los procesos de reorganización.
Al producirse el retorno a la democracia y la asunción del
gobierno por el presidente Alfonsín, se crearon 32 secretarías de estado y 63
subsecretarías, totalizando 95 unidades. Pero en 1989, el número había crecido
a un total de 150, entre secretarías y
subsecretarías. A partir de allí, sucesivas normas “correctivas” intentaron,
con suerte variada, contener una tendencia natural a la multiplicación de
unidades organizacionales.
El intento más ambicioso se motorizó en 1990, a través de un
decreto presidencial que introdujo una simple “regla de tres”: ningún
Ministerio debía tener más de tres Secretarías, ninguna Secretaría debía tener
más de tres Subsecretarías, ninguna de éstas debía contar con más de tres
Direcciones Generales y así sucesivamente.[20]
Aún cuando resulta fácil pronosticar que ninguna regla de este tipo puede
conducir a una correcta cuantificación (rightsizing)
de una estructura organizativa, cualquiera sea su misión, lo cierto es que a
raíz de dicha norma disminuyó por un tiempo, en forma significativa, el número
de instituciones y unidades (Oszlak, 1999).
En los años siguientes, sucesivas reestructuraciones
“celulares” y espontáneas fueron modificando el numerus clausus pretendidamente racional, elevándolo hasta el punto
de alcanzar casi 200 secretarías y subsecretarías, cuando ya se había reducido
sustancialmente el papel del estado nacional y rebajado considerablemente la
dotación de su personal. Es decir, con muchas menores funciones como
consecuencia de la aplicación de las reformas de primera generación, el aparato
estatal continuó creciendo estructuralmente, sin que tal inflación
institucional se viera justificada por razones operativas. Con el pretencioso
anuncio de la Segunda Reforma del Estado, el Decreto 660/96 dispuso una nueva
“reducción” en el número de organismos, que esta vez fue llevado a un total de
125 Secretarías y Subsecretarías.[21]
Más allá de estos movimientos espasmódicos, resulta destacable
que un mayor número de unidades pasó a ocuparse del menor número de gestiones
que permaneció en manos del estado nacional y sobrevivió a las reformas de
primera generación. Dado que, al mismo tiempo, la dotación total de personal
descendió, cabe suponer que se redujo la proporción de personal por unidad
organizativa a nivel de ministerios, secretarías y subsecretarías, aunque muy
probablemente, un proceso similar debe haber ocurrido en los niveles inferiores
de la estructura.[22]
Otro cambio importante, de orden más cualitativo, es el
verificado en el perfil institucional del aparato estatal. Con la transferencia
de servicios educativos y de salud a las provincias, la privatización de las
empresas públicas y la desregulación de numerosas actividades socioeconómicas
(controles de precios, de cambios, de inversiones, de regulación comercial[23]),
las instituciones sectoriales del estado, vinculadas a la actividad económica y
al desarrollo social, pasaron a tener una significación mucho menor frente al
notable crecimiento (absoluto y relativo) registrado en las instituciones
políticas del estado nacional, especialmente la Presidencia y el Ministerio del
Interior.
El crecimiento en el número de órganos dependientes de la
Presidencia de la República fue notable. Por ejemplo, las secretarías bajo su
dependencia directa se duplicaron, pasando de ocho en 1990 a diecisiete a
mediados de 1999. A su vez, el Ministerio del Interior, que mantuvo a su cargo
la Policía Federal, fuerza que actúa predominantemente en el ámbito de la
ciudad de Buenos Aires y vio fuertemente incrementada su dotación,[24]
pasó a tener jurisdicción sobre la Gendarmería Nacional y la Prefectura
Nacional Marítima, creando además un poderoso órgano de vinculación política,
técnica y financiera con los gobiernos provinciales y municipales.
A raíz de las privatizaciones y la descentralización de
servicios, que involucraron organismos de grandes dimensiones, tales como las
empresas públicas o el aparato educativo, otras instituciones pasaron a adquirir
una importancia relativa muy alta y crítica en el mapa institucional del estado
nacional. Entre ellas, la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP),
que absorbió al organismo federal de recaudación tributaria y a la aduana,
convirtiéndose en la principal
responsable de obtener los ingresos públicos provenientes de los impuestos
vigentes; la Administración Nacional de
la Seguridad Social (ANSES), prestadora de jubilaciones y pensiones con cargo
al sistema de reparto,[25]
el rubro más significativo del presupuesto de gastos; y el Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), que concentra el núcleo más
importante del aparato científico-tecnológico del país.[26]
Otros cambios importantes en el mapa del estado se
originaron con motivo de la creación de nuevos organismos. Destacaré dos
conjuntos institucionales significativos. Por una parte, una serie de entes
reguladores que tomaron a su cargo tareas de fiscalización, control y
regulación de las empresas de servicios públicos surgidas del proceso de
privatización. En 1999 estos organismos eran 8 y empleaban un 0,5 % de la
dotación del gobierno nacional. Su creación implica nuevas formas de regulación
estatal ya que anteriormente, ésta se ejercía principalmente sobre
transacciones, mercados o productos. Con la elilminación de muchas de estas
regulaciones, el nuevo rol estatal en este área se ejerce especialmente sobre
los prestadores privados de servicios públicos.
Por otra parte, pueblan hoy el mapa estatal diversas
instituciones establecidas en el ámbito del Ministerio de Cultura y Educación,
a cargo de funciones de promoción, financiamiento, acreditación y evaluación de
la actividad académica y científica,[27]
o en el ámbito del Ministerio de Economía, como los órganos de defensa de la
competencia, defensa del consumidor o promoción de las exportaciones.
Han sobrevivido, por otra parte,
numerosos organismos de menor envergadura que, en general, prestan servicios
cuya justificación parece residir en su tamaño crítico (economías de escala, no
reproducibles a nivel de cada provincia), en su alta especialización
(difícilmente lograble en el nivel subnacional), en su existencia tradicional
(resultando difícil su eliminación), u otras posible razones que no he
explorado.[28] Uno de los organismos que se han mantenido en el
ámbito estatal y continúa teniendo gran importancia para el desarrollo
agropecuario de la Argentina, es el Instituto Nacional de Tecnología
Agropecuaria (INTA), responsable principal de la actividad de investigación y
transferencia tecnológica a la producción del sector.[29] Por último, y como curiosidad, vale la pena consignar
que aún existen varios organismos “residuales” creados en su momento con motivo
de la privatización de empresas públicas, que tienen a su cargo la liquidación
de bienes o la resolución de asuntos que quedaron pendientes al momento de
transferirse las empresas.[30]
Tras su asunción, el presidente De la Rúa produjo algunos
cambios importantes en la configuración institucional del estado nacional. En primer
lugar, y a raíz de que la nueva Constitución Nacional flexibilizó el número de
ministerios, creó dos más, desdoblando las carteras de Economía e
Infraestructura y elevando el área de Acción Social y Medio Ambiente al rango
ministerial. En cambio, suprimió 11 secretarías (en la actualidad existen 42) y
redujo las subsecretarías a 58. Una de las reducciones más significativas fue
la realizada en la propia Presidencia de la Nación, que ahora cuenta con sólo 8
secretarías.
3. ¿Minimización,
ausencia o metamorfosis del estado?
Si los datos estadísticos y otras evidencias, presentados en
las secciones anteriores, resultan convincentes, sería fácil concluir que
durante la última década el estado nacional argentino se ha transmutado, más
que minimizado. Ciertamente, visto como la máxima instancia que articula y
corona un sistema de organización social, el segmento nacional del estado se ha
visto reducido significativamente, sobre todo en personal y funciones bajo su
responsabilidad directa. Pero el aparato institucional que ha sobrevivido a la
cirugía de los 90, ha pasado a tener un papel significativamente diferente.
Para muchos, lo que ha ocurrido es un gradual desvanecimiento y virtual ausencia de estado. Según mi
interpretación, el fenómeno es más complejo y requiere un análisis más
detenido. Con tal propósito, examinaré los conceptos de minimización, ausencia
y metamorfosis del estado.
Se habla de estado mínimo al referirse a la visión y
aspiración de cierta corriente político-ideológica, que considera deseable
reducir su papel y el tamaño de su aparato institucional a su mínima expresión.
El estado mínimo puede caracterizarse como tal a partir de una serie de
indicadores cuantitativos sobre su configuración, planta funcional o alcance de
su intervención. Calificarlo como mínimo,
sin embargo, no debería tener necesariamente una connotación derogativa. Es
decir, no existe nada intrínsecamente negativo en que el estado se achique
hasta un punto incluso extremo, siempre que consiga garantizar o mantener, pese
a ello, su rol como promotor del desarrollo sustentable, de custodio de la
gobernabilidad democrática y de defensor de la equidad distributiva. Ello
podría lograrlo, entre otros medios, a través de la descentralización funcional
y el empowerment a los niveles de
gobierno subnacionales o a las organizaciones de la sociedad civil.
En cambio, la referencia al “estado ausente” pone el acento
en las consecuencias que pueden derivarse de su extinción, nunca total por
cierto. Puede ser caracterizado como tal por el menor peso de su acción en la
resolución de cuestiones sociales críticas, lo cual tiende a deslegitimar su
propia existencia como estado. La “ausencia” de estado denota renuncia al
cumplimiento de ciertos roles que, al no ser asumidos, deja al mercado y a la
sociedad civil a merced de fuerzas cuya acción puede producir, entre otras
consecuencias, un deterioro en las condiciones materiales de vida de los
sectores sociales más vulnerables, con sus negativos impactos sobre la equidad,
el desarrollo y la gobernabilidad. El estado ausente es, en cierto modo, la
contracara o imagen especular de una visión societal que juzga deseable que el
estado, sin dejar de cumplir con su papel articulador tradicional, sesgue sus
intervenciones hacia el logro de una mayor calidad democrática y una menor
desigualdad social.
Establecida esta distinción, conviene aclarar ahora por qué
considero que el estado que se ha configurado en la Argentina: 1) está lejos de
responder al carácter “mínimo” que habitualmente se le atribuye, pese a los
indudables cambios evidenciados en los indicadores cuantitativos que definen su
tamaño; 2) ha demostrado “ausencia” en diversas áreas de la gestión pública; y
3) ha adquirido una serie de rasgos y atributos que marcan una clara
“metamorfosis” en su fisonomía, dominio funcional y papel frente a la sociedad.
En primer lugar, la minimización del estado nacional se
manifiesta en el volumen de empleo directo
que ofrecen sus instituciones, así como en la renuncia a, y transferencia de,
un alto número de funciones al mercado, gobiernos subnacionales y
organizaciones de la sociedad civil, lo cual ha reducido también el número
total de organismos dependientes de su jurisdicción. Ha crecido, en cambio, el
volumen total del gasto público, tanto en el nivel nacional como en el agregado
estatal consolidado, es decir, la suma de los niveles nacional y subnacionales.
Junto con la masa presupuestaria, se ha incrementado también la cantidad de
empleados públicos del gobierno general (o consolidado jurisdiccional).[31]
Por lo tanto, la supuesta desaparición del estado debería
interpretarse, más bien, como a) su deliberada renuncia o incapacidad para
cumplir ciertas funciones asociadas con el bienestar de los sectores sociales
pobres o con su intervención tradicional en la regulación de la actividad
socioeconómica; b) la reencarnación institucional del estado nacional en otros
niveles territoriales y políticos; y c) la redefinición de sus modalidades de
actuación, entre las que sobresale su papel como cajero, o sea, como recaudador central de los recursos que
conforman el presupuesto de ingresos del gobierno general y como principal
asignador de esos recursos a través del presupuesto de gastos consolidado.
Diversos autores se han referido al “estado ausente”, pero
sus interpretaciones se han fundado en indicadores de naturaleza diferente, que
varían según sus perspectivas ideológicas. Así, Artana (1999) sostiene que no
puede hablarse de estado ausente cuando se observan el fuerte crecimiento del gasto
consolidado en los tres niveles de gobierno y las numerosas regulaciones,
subsidios y protecciones existentes. Concluye este autor que en la Argentina,
el estado “interviene y mucho, con gran ineficiencia y menos progresividad que
la deseada”.
Torre (1999), en cambio, luego de distinguir entre el estado
como expresión de relaciones sociales y como aparato institucional, señala que
el estado puede definirse por su tamaño (v.g. medido en términos de personal,
cantidad de regulaciones, proporción del gasto público sobre el producto) y por
su grado de penetración, es decir, por su vigencia en la experiencia social de
los miembros de una comunidad. Pero, observa, su tamaño grande o pequeño no
equivale a su mayor o menor penetración. Por lo tanto, la ausencia del estado
debe entenderse en este segundo sentido, ya que aludiría a la medida en que “el
orden estatal tiene o no los mismos alcances dentro del territorio nacional y
para todos los estratos sociales por igual”. Este autor introduce así una
calificación importante, al poner el acento en lo que O’Donnell denominara el
sesgo sistemático de su accionar en beneficio de los sectores dominantes de la
sociedad.
En este sentido, Borón (1999)
considera que “es válido hablar de Estado ausente siempre que nos refiramos a
la ostensible retirada del Estado de sus funciones de regulación económica,
redistribución de la riqueza y atención de las necesidades sociales que no
pueden proveerse equitativamente por mecanismos de mercado. Hay en cambio una
renovada presencia estatal en todo aquello que se relacione con cortejar a los
inversores y volcar a favor de los empresarios las condiciones de contratación
y utilización de la fuerza de trabajo”. También Rofman (1998) efectúa
señalamientos similares, rechazando por igual para el caso argentino, la
supuesta instauración de un estado mínimo y ausente, que ha desempeñado un
papel pasivo. Por el contrario, destaca su íntima vinculación con los intereses
del poder económico interno y externo, ilustrando su posición con el rol
cumplido por el estado en el establecimiento de un tipo de cambio fijo, en la
limitación por ley de las negociaciones colectivas que determinan el nivel del
salario y en la consolidación del poder económico del sector de empresas
privatizadas.
Sin duda, el indicador más fuerte de la ausencia del estado
ha sido su incapacidad para evitar o paliar la profundización de las
diferencias de ingreso y riqueza entre los sectores sociales de mayores y
menores ingresos. Argentina ostenta hoy el dudoso honor de formar parte del
pelotón de países donde la desigualdad social ha alcanzado niveles más
pronunciados. Las políticas estatales en los años 90 han contribuído
significativamente a este resultado, al promover la concentración del ingreso,
la precarización laboral, la desactivación del movimiento obrero, la
indefensión de los usuarios de servicios y otros efectos socialmente
indeseables.
En varios terrenos de su dominio funcional, particularmente
aquéllos vinculados con el denominado welfare
state, el estado nacional ha dejado a extensos segmentos de la sociedad
librados a su suerte, al adoptar y afirmar la vigencia del mercado como
principio organizador fundamental de la vida económica. La privatización de
empresas y servicios públicos, por ejemplo, ha implicado la conformación de
verdaderos monopolios privados no controlados debidamente por los entes
reguladores creados luego de transferidas las empresas, lo cual, entre otras
consecuencias, ha incrementado el valor de las tarifas muy por encima de lo
pactado en los contratos de concesión (Oszlak y Felder, 1998).
En resumen, la presencia o ausencia del estado no puede
definirse en abstracto, sino en términos de su papel concreto frente a
diferentes actores sociales y de las consecuencias de su desempeño sobre la redistribución
material, funcional y de poder entre esos actores. Para el caso argentino,
según el ex Vicepresidente Carlos Alvarez “no es que durante la etapa menemista
el Estado haya permanecido ausente o haya desertado. El Estado fue siempre
fuerte para los poderosos y débil respecto de los más débiles” (...) “En estos
años se promovió un sistema de poder basado en privilegios y prebendas para los
amigos del Gobierno, cuyo resultado final es un Estado inequitativo, que no
garantiza ni la igualdad ante la ley ni la igualdad de oportunidades” (Clarín,
6/6/99).
La minimización del
estado es, en parte, la continuación del estado por otros medios. Esto es particularmente visible en el
caso de la descentralización de funciones en el nivel subnacional, ya que el
personal de educación y salud, que ahora depende de los gobiernos provinciales,
continúa desarrollando su actividad básicamente en los mismos establecimientos
y con rutinas similares a la época anterior al traspaso jurisdiccional. De
cualquier manera, este tipo de constataciones se limitaría a poner de
manifiesto un epifenómeno que oculta procesos más profundos y relevantes.
En efecto, antes de iniciarse en la Argentina la denominada
“primera generación” de reformas del estado (circa 1989), la distribución de competencias de gestión pública
entre el estado nacional y los estados subnacionales recortaba, más o menos
nítidamente, esferas de actuación mucho más autónomas que en la actualidad. De
hecho, el funcionamiento del estado nacional se caracterizaba por un alto grado
de desconcentración, que hasta fines
de la década del 80 se expresaba en una muy fuerte presencia de instituciones y
funcionarios federales en el orden provincial. Administraciones de puertos,
ferrocarriles, escuelas, hospitales, oficinas de recaudación, sistemas de
elevación de granos, servicios de sanidad agropecuarios, delegaciones de
empresas públicas, entre muchos otros organismos, poblaban un extenso mapa
institucional con escasa superposición con la burocracia provincial.
Las administraciones provinciales eran relativamente
reducidas y la gestión estatal en ese nivel se limitaba a la recaudación de
impuestos de su jurisdicción, al mantenimiento de catastros, a la ejecución de
obras públicas y a ciertas prestaciones sociales de alcance mas bien limitado.
Tanto en términos de empleo público como de ejecución presupuestaria, los
alcances de la intervención estatal en los órdenes nacional y provicial tenían
magnitudes significativamente diferentes.
Más limitado aún era el rol de los gobiernos municipales,
cuyos presupuestos cubrían, esencialmente, el mantenimiento de vías
secundarias, la recolección de residuos, la habilitación y control de comercios
e industrias o ciertos servicios sociales básicos (postas médicas, apoyo a
autoconstructores, bibliotecas, etc.).
A partir de los años 90, la situación descripta se modificó
drásticamente. Las políticas de descentralización adoptadas durante esa década
dieron nuevo impulso a un proceso de descentralización que había tenido
manifestaciones incipientes durante los gobiernos militares previos a la etapa
de redemocratización iniciada en los 80s. La transferencia total de servicios
de salud y educación primero, y la descentralización parcial de servicios de
acción social, vialidad y otros más tarde, implicaron simultáneamente la
reducción del aparato estatal nacional y la correspondiente expansión de las
administraciones provinciales y, hasta cierto punto, municipales.
Si bien estas transformaciones fueron cuantitativamente
importantes, tal como lo revelan las cifras consignadas más arriba, quiero
destacar sin embargo otros cambios que a mi juicio fueron todavía más
significativos. Me refiero al nuevo esquema de distribución de responsabilidades
resultante del proceso de descentralización. Creo innecesario recordar que este
proceso jamás se desarrolla en términos de una oposición polar centralización /
descentralización. Toda transferencia de responsabilidades de gestión implica por
lo general la retención, y sobre todo el fortalecimiento, de capacidades
centralizadas de formulación de políticas, planificación, información,
evaluación y control de gestión por parte de la instancia estatal que decide
dicha transferencia. Así como esto se verifica en la relación
nación/provincias, también puede advertirse en el vínculo provincias/
municipios.
Esto significa que si el estado nacional se despoja de sus
funciones ejecutoras de producción
de bienes o prestación de servicios, debe asumir en el mismo acto otras
funciones cualitativamente distintas, que suponen asimismo modalidades
diferentes de relación con los niveles subnacionales. En este sentido, cabría
observar al estado como un sistema de vasos comunicantes que
relaciona de manera diferente sus distintos niveles jurisdiccionales, y no como
el sistema de gestión exclusiva, al
que parecía responder la división del trabajo entre nación y provincias/
municipios hasta comienzos de la última década.
Con esto no pretendo aducir que el estado nacional argentino
ya dispone de las nuevas capacidades requeridas para desempeñar su nuevo papel
sino, simplemente, que hacia esa dirección parecen/deberían apuntar los
esfuerzos que se vienen realizando en materia de reforma del estado. En
particular, las acciones que apuntan a la responsabilización, a la celebración
de acuerdos de gestión por resultados, al fortalecimiento de organismos de
auditoría interna, de coordinación interjurisdiccional y de información.
Esta interpretación del papel del
estado nacional -que pretendo caracterizar con el calificativo transversal- pone el énfasis en el hecho
de que la división del trabajo entre los diferentes sectores de la sociedad ha
pasado a ser cualitativa y cuantitativamente distinta a la del pasado reciente.
Si bien el sector privado, el sector público no estatal y los niveles
subnacionales de gobierno se han hecho cargo de funciones ejecutoras que antes
eran propias del estado nacional, este último no se ha despojado de toda responsabilidad
dado el carácter público de los bienes y servicios entregados a esas otras
manos. Pero no ha conseguido asumirla plenamente. Probablemente, el recurso a
que ha echado mano para, al menos, mantener algún grado de supervisión sobre la
ejecución descentralizada de las políticas estatales ha sido, como veremos, el
control de la “caja”.
Aún cuando el estado nacional no cuenta todavía con plena
capacidad para desempeñar los roles de orientación política, planificación,
coordinación, información, seguimiento, evaluación y control de gestión, que
deberían haber reemplazado a su tradicional papel ejecutor, dispone en cambio
de un poderoso mecanismo subrogante: la
“llave de la caja”. Dicho de otro modo, el “estado cajero” que concentra y
asigna gran parte de los recursos del gobierno general, puede ejercer de hecho
un cierto poder de veto sobre el destino de esos recursos, cumpliendo de este
modo un papel de orientación y control no necesariamente fundado en criterios
de racionalidad técnica como los que deberían informar el desempeño de tales
funciones.
Este nuevo rol, que se fue consolidando durante la última
década dejando atrás la etapa en que la asignación específica de recursos
constituía una modalidad habitual de la ejecución presupuestaria (Caiden y
Wildavsky, 1974),[32]
tuvo fuerte impacto sobre el financiamiento público, tanto a nivel de las
instituciones del gobierno nacional como en las relaciones de éste con los
gobiernos subnacionales.[33]
En el primer caso, ello se manifestó en un alto grado de discrecionalidad en la
asignación de los recursos, con independencia de los derechos que jurídica o
presupuestariamente asistieran a los organismos de jurisdicción nacional.
Pero este esquema también tendió a debilitar las capacidades
locales de generación de recursos propios y a someter excesivamente los
presupuestos públicos a los avatares de la recaudación y el endeudamiento
público.[34] Además, el
crecimiento de la deuda pública en todos los niveles y los recurrentes déficit
fiscales generaron fuertes condicionalidades de los organismos multilaterales
con respecto al destino de los recursos de esa fuente. De esta forma, esos
organismos (el FMI y el Banco Mundial, principalmente) pasaron a tener una
injerencia directa en la fijacion de orientaciones politicas en las diferentes
areas de la gestion estatal, asumiendo el estado nacional un papel
intermediador que le permite canalizar los recursos y hacer respetar los
lineamientos de la burocracia multilateral sobre cómo gastarlos.
Sin embargo, este nuevo rol del estado nacional no se limita
a sus vinculaciones con las provincias y municipios. En la actualidad, como
hemos visto, cerca de las dos terceras partes del presupuesto nacional se
asigna a “transferencias”, en cuyo monto las destinadas a provincias y
municipios no constituye la porción más significativa. Pesan en mayor medida
las partidas para atender el déficit del sistema de seguridad social,
componiéndose el resto de subsidios al sector privado, compromisos de inversión
del estado en procesos de privatización, financiamiento de universidades
nacionales, etc.
La significación de estas cifras
puede evaluarse también desde otro ángulo. Así como en el pasado la composición
del gasto daba fuerte preeminencia al destinado al personal o, como ocurriera
durante el período desarrollista de los años 60, a la inversión pública, hoy
estas partidas pasaron a un lejano segundo plano: entre las transferencias y
los servicios de la deuda se afecta, en 2001, el 82% del gasto nacional. Sin
embargo, el estado nacional sigue financiando parcial e indirectamente aquéllos
gastos, a través de la coparticipación, los adelantos del tesoro, la afectación
de parte del financiamiento externo y otros medios. Se ha convertido así en
cajero y banquero de estos niveles del estado. Sostiene sus pesadas
burocracias, se ha hecho cargo de sus cajas de jubilaciones y cubre sus déficit
de caja como parte de su gestión cotidiana. Podrá aducirse que este esquema es
propio del federalismo fiscal que acompaña todo proceso de descentralización,
pero lo cierto es que lo que debe alentar un sano federalismo fiscal es la
independencia y control de las fuentes de recursos por parte de los nuevos
prestadores locales[35].
El esquema que se ha establecido se
corresponde, más bien, con la concentración de poder económico y fiscal que ha
caracterizado la reforma del estado de los años 90. En parte, la capacidad de
controlar la asignación de los recursos se convirtió en un precioso mecanismo
de negociación política, que permitió al gobierno nacional atar el
financiamiento público a acuerdos de transferencia de fondos basados en
contraprestaciones, favores políticos, búsquedas de alianzas y aceptación de
compromisos. Si bien no puedo extenderme sobre este punto, dejo planteada como
hipótesis que esta formidable capacidad de movilización de recursos por parte
del estado nacional tuvo mucho que ver con los avatares de la política
argentina durante la década, con la falta de transparencia de la gestión
pública, con el nuevo hábito de gobernar por decreto y con la suerte misma del
proceso de reforma estatal.
4. Reflexiones
finales
El estado es lo que hace. Y lo que
hace, inevitablemente contribuye a definir el tipo de sociedad en que vivimos,
de la cual ese estado es su principal instancia articuladora. De la calidad
(más que de la magnitud) de su aparato institucional dependen, entonces, sus
posibilidades de jugar un papel proactivo en favor de un sistema de
organización social que podríamos coincidir con Bresser Pereira en denominar
“capitalismo social y democrático”. Por ejemplo, equilibrar el desarrollo de
los diferentes sectores de la producción y el trabajo, insertar al país más
sólidamente en una economía globalizada, extraer con un sentido progresivo
recursos genuinos que permitan consolidar su papel de catalizador económico y
formador de capital social y, en definitiva, favorecer la igualdad de
oportunidades y la equidad en la distribución de los frutos del progreso
material de la sociedad.
La experiencia argentina muestra
la inviabilidad práctica del modelo que se pretendió instituir a partir de los
lineamientos del “Consenso de Washington” y prueba que no existen modelos
directamente transferibles a partir de las experiencias de reforma y
modernización exitosas, como las que se han registrado parcialmente en Nueva
Zelanda, Inglaterra o Estados Unidos. Existen “filosofías” con las que resulta
difícil estar en desacuerdo en el terreno programático o valorativo. Las que
señalan, por ejemplo, que el estado debe ser pequeño pero fuerte, previsor pero
proactivo, autónomo pero delegador, ganador pero no gastador, orientado al
cliente pero no clientelista, lista a la que cabría agregar que debe ser ético
y transparente, además de estar informado, profesionalizado, desburocratizado y
aggiornado tecnológicamente (Oszlak,
1999b).
¿Quién
podría estar en desacuerdo con estas propuestas? El desafío es operacionalizar estas orientaciones. En tal sentido, la
primera reforma del estado resultó más sencilla que la segunda, todavía
pendiente, pese a que produjo una notable contracción de su aparato
institucional en el nivel nacional. Su impacto, sin embargo, no resultó
significativo ni sobre la dotación consolidada del estado (si se toma en cuenta
el nivel subnacional de provincias y municipios) ni sobre la reducción del
gasto público (que creció). En conjunto, el empleo público se amplió y
contribuyó a generar en gran medida la crisis fiscal de los estados
provinciales. Por eso no es razonable limitar la discusión sobre el modelo de
administración pública deseable sin tomar en cuenta el hecho de que, hoy en
día, el estado achicado en el orden nacional se ha agigantado en el plano
subnacional.
De aquí que, al referirnos a la metamorfosis sufrida por el
estado, debemos considerar un aparato institucional agregado, que trasciende su instancia nacional. Para determinar si se está en presencia de un estado mínimo, es preciso considerar el
sistema de vasos comunicantes que constituyen el estado, consolidando en este
concepto sus instancias subnacionales, ya sea que el sistema de gobierno sea
federal o unitario.
Durante la década del 90, el estado nacional se contrajo, al
desembarazarse de su aparato productivo (vía privatización), de sus órganos de
regulación económica (vía desregulación), de muchas de sus funciones de apoyo
(vía tercerización), de la prestación directa de la mayoría de los servicios
públicos (vía descentralización), de fuertes contingentes de personal (vía
retiros voluntarios y jubilaciones anticipadas) y de una porción no
despreciable de su capacidad de decisión soberana (vía internacionalización).
En términos relativos, existe ahora un menor
estado, no necesariamente un mejor
estado (Oszlak, 1999a). Este todavía mantiene una estructura organizativa sobrecargada,
ha incorporado funciones reguladoras de los servicios privatizados que aún no
alcanzaron niveles de efectividad aceptables y ha tratado infructuosamente de
avanzar en la adopción de reformas cualitativas cuya implantación, finalmente,
deberá retomar el actual gobierno.
Los anuncios
efectuados hasta ahora por el gobierno de la Alianza, han procurado instalar en
la agenda pública ciertos temas básicos cuya intención es dar a la sociedad
algunas señales sobre la nueva dirección emprendida. En el marco de un Programa
de Modernización del Estado, procura suscribir pactos federales con los
gobiernos provinciales sobre austeridad y transparencia, poner en marcha un
mecanismo de auditoría sobre la calidad de la democracia, establecer nuevos
sistemas de información sobre la gestión pública, instituir una gestión por
resultados a través de acuerdos-programa, promover una reforma política y
reconocer a los ciudadanos el derecho a una gestión pública de calidad a través
de cartas-compromiso, además de revisar y dar continuidad a proyectos de
reforma sectorial, institucional y de sistemas horizontales (como los de
administración financiera, compras y suministros o recursos humanos).
En los lineamientos del actual
gobierno se mantiene el objetivo de producir reformas “hacia adentro” del
estado pero se coloca el énfasis en nuevos protagonistas: la ciudadanía y las
organizaciones de la sociedad civil como actores centrales del proceso de
responsabilización de los funcionarios. Además, se traslada el énfasis de las
reformas hacia los gobiernos subnacionales, en consonancia con las políticas de
saneamiento financiero, austeridad y transparencia anunciadas.
Así como la primera reforma del estado apuntó a su desmantelamiento e
involucró, en lo fundamental, procesos signados por cambios jurídicos y
transacciones económicas, la segunda reforma aún no implantada supone
transformaciones “al interior” del aparato estatal, cuya naturaleza es de
carácter tecnológico y cultural. Por esta misma razón es mucho más compleja y
resistida. Porque implica introducir nuevas modalidades de gestión, modificar
conductas, inducir nuevos valores y, sobre todo, asumir compromisos políticos
firmes en cuanto a sostener en los hechos las reformas programáticamente
adoptadas.
El mito del estado mínimo se desvanece ante tamaño desafío.
Se trata de cambiar cantidad por calidad, de concebir la intervención estatal
de modo menos convencional, a través de otros instrumentos y con respecto a
intereses y actores diferentes (Cf. Vilas, 1997). Como señalara Gray (2000),
“el ideal del gobierno mínimo que inspira el consenso de Washington es, en el
mejor de los casos, un anacronismo. Pertenece a una era en la que las
principales amenazas a la libertad y a la prosperidad eran los Estados totalitarios.
En la actualidad, el bienestar humano y social peligran, principalmente por el
colapso o el debilitamiento de los Estados”.
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Nº 4.
CUADROS Y
GRAFICOS
Fuente:
Elaboración propia en base a datos oficiales.
Jurisdicciones |
Déficit/ Recursos (1) |
Personal Agentes cada mil habitantes |
Poder Legislativo
$/por
habitante |
Buenos Aires |
14,7 |
29 |
13,5 |
Catamarca |
8,3 |
72 |
52,5 |
Córdoba |
7,8 |
24 |
15,5 |
Corrientes |
10,7 |
46 |
43,4 |
Chaco |
19,8 |
45 |
41,3 |
Chubut |
24,6 |
56 |
15,9 |
Entre Ríos |
7,7 |
45 |
28,9 |
Formosa |
19,3 |
67 |
98,5 |
Jujuy |
17,3 |
51 |
21,4 |
La Pampa |
4,5 |
57 |
36,1 |
La Rioja |
1,6 |
87 |
54,7 |
Mendoza |
16,6 |
36 |
15,9 |
Misiones |
24,5 |
39 |
25,9 |
Neuquén |
20,0 |
65 |
23,8 |
Río Negro |
11,1 |
47 |
36,8 |
Salta |
7,1 |
34 |
42,1 |
San Juan |
10,6 |
48 |
31,4 |
San Luis |
-6,9 |
47 |
25,1 |
Santa Cruz |
9,8 |
88 |
63,1 |
Santa Fe |
9,4 |
32 |
23,9 |
S. del Estero |
-2,9 |
48 |
7,8 |
Tucumán |
13,5 |
35 |
32,6 |
T. del Fuego |
7,1 |
64 |
118,3 |
G.C.B.A. (2) |
-1,0 |
37 |
16,0 |
Total |
10,8 |
36 |
22,1 |
Fuente: Instituto Argentino de
Ejecutivos de Finanzas, 1999.
(1)
Signo negativo significa superávit. (2) Gobierno de la
Ciudad de Buenos Aires
SECTOR PÚBLICO
PROVINCIAL (1999) Y MUNICIPAL (1997)
Juris- |
|
Sector público provincial |
Municipal |
|||||
Dicciones |
Habitantes |
Déficit/ Recursos |
Gto. Personal (en M $) |
Planta Ocupada |
Gasto Medio mens. (en $) |
Agentes c/mil hab. |
Planta
Ocupada |
Agentes c/mil hab. |
G.C.B.A. |
3.043.431 |
-1,0 |
1.773,8 |
111.718 |
1.221,4 |
37 |
0 |
0 |
Buenos
Aires |
14.047.486 |
14,7 |
5.333,3 |
408.955 |
1.003,2 |
29 |
121.261 |
9 |
Catamarca |
312.269 |
8,3 |
288,6 |
22.386 |
991,8 |
72 |
8.389 |
28 |
Córdoba |
3.059.115 |
7,8 |
1.239,3 |
72.528 |
1.314,4 |
24 |
26.240 |
9 |
Corrientes |
909.207 |
10,7 |
481,4 |
41.407 |
894,4 |
46 |
6662 |
8 |
Chaco |
940.901 |
19,8 |
593,3 |
42.529 |
1.073,1 |
45 |
10.942 |
12 |
Chubut |
438.236 |
24,6 |
311,1 |
24.416 |
980,2 |
56 |
4.384 |
10 |
Entre
Ríos |
1.104.836 |
7,7 |
641,6 |
49.683 |
993,3 |
45 |
13.867 |
13 |
Formosa |
492.513 |
19,3 |
374,2 |
33.214 |
866,5 |
67 |
5.446 |
12 |
Jujuy |
594.117 |
17,3 |
367,4 |
30.127 |
938,1 |
51 |
8.600 |
15 |
La
Pampa |
301.466 |
4,5 |
229,9 |
17.314 |
1.021,3 |
57 |
3.878 |
13 |
La
Rioja |
273.471 |
1,6 |
316,3 |
23.820 |
1.021,5 |
87 |
11455 |
44 |
Mendoza |
1.588.091 |
16,6 |
721,3 |
56.801 |
976,8 |
36 |
15.516 |
10 |
Misiones |
972.672 |
24,5 |
447,4 |
37.669 |
913,6 |
39 |
5.506 |
6 |
Neuquén |
540.384 |
20,0 |
542,5 |
34.991 |
1.192,6 |
65 |
7.722 |
15 |
Río
Negro |
606.575 |
11,1 |
377,4 |
28.541 |
1.017,1 |
47 |
5.299 |
9 |
Salta |
1.044.973 |
7,1 |
474,7 |
35.683 |
1.023,4 |
34 |
8.409 |
8 |
San
Juan |
574.053 |
10,6 |
400,3 |
27.383 |
1.124,6 |
48 |
5.108 |
9 |
San
Luis |
354.959 |
-6,9 |
210,8 |
16.551 |
979,6 |
47 |
2.331 |
7 |
Santa
Cruz |
201.642 |
9,8 |
307,2 |
17.767 |
1.329,9 |
88 |
5.402 |
28 |
Santa
Fe |
3.068.765 |
9,4 |
1.409,7 |
98.113 |
1.105,3 |
32 |
29.780 |
10 |
S.
del Estero |
720.982 |
-2,9 |
401,7 |
34.505 |
895,6 |
48 |
8.203 |
12 |
Tucumán |
1.278.216 |
13,5 |
557,9 |
44.916 |
955,5 |
35 |
17.963 |
14 |
T.
del Fuego |
109.998 |
7,1 |
217,0 |
7.019 |
2.378,4 |
64 |
2.103 |
21 |
Total |
36.578.358 |
10,8 |
18.018,2 |
1.318.035 |
1.051,6 |
36 |
334.467 |
10 |
Fuente:
Instituto Argentino de Ejecutivos de Finanzas, 1999. |
Cuadro
4
PRESUPUESTO
NACIONAL 2000 -DISTRIBUCIÓN POR OBJETO DEL
GASTO-
|
Millones de
pesos |
Porcentaje |
Gasto en personal |
6.649,3 |
13,53 |
Bienes de Consumo |
494,1 |
1,01 |
Servicios no Personales |
1.508,5 |
3,07 |
Bienes de Uso |
679,8 |
1,38 |
Transferencias |
3.742,7 |
62,54 |
Activos Financieros |
51,8 |
0,11 |
Serv.Deuda y dism. otros Pasivos |
9.033,6 |
18,38 |
Total |
49.159,8 |
100,00 |
Fuente:
Resumen Presupuesto Nacional 2000
RESUMEN
Argentina es,
posiblemente, el país en el que se han producido durante los años 90, las
transformaciones más radicales en la configuración, tamaño y papel del estado
nacional. El caso argentino ha despertado un lógico interés de parte de los
organismos multilaterales de crédito por difundir esta experiencia y señalarla
como un modelo a imitar por otros países embarcados en procesos de reforma y
modernización estatal. El aparato institucional del estado nacional argentino
guarda hoy un lejano parentesco con el que poco más de diez años atrás lo
triplicaba en tamaño y era responsable de numerosas gestiones de las que
actualmente ya no se ocupa.
Este trabajo constituye un resultado preliminar y parcial de
una investigación orientada a establecer, precisamente, qué cambios se
produjeron en el estado nacional argentino durante la década de los años 90,
cómo se relacionaron estos cambios con otras transformaciones en los estados
subnacionales y en la sociedad en general, y cuáles son los nuevos rasgos del
estado nacional resultantes de este proceso.
Se plantean, además, algunas reflexiones acerca de si el
modelo que emerge es el que marcará el destino de otros estados nacionales o es
un simple modelo sui generis,
transición hacia alguna otra forma de estado nacional apropiado para una época de
globalización y, simultáneamente, de subnacionalización, como la que estamos
atravesando.
En el desarrollo del trabajo, se
analizan una serie de datos e indicadores que, hasta cierto punto, permiten
evaluar y medir la naturaleza de las transformaciones ocurridas. A la luz de la
información examinada, se discuten los significados conceptual y práctico de
las nociones de “estado mínimo” y “estado ausente”, dada la habitual confusión
entre ambos. Luego, se pasa revista a los diferentes mecanismos de reforma del
estado que, más que producir su minimización, provocaron una metamorfosis
sumamente compleja que de ninguna manera cabe dentro de la concepción
simplificadora del “estado mínimo”. Se propone al respecto que en la
consideración de este último concepto deben ser tenidos en cuenta aspectos
cualitativos, además de los puramente cuantitativos, así como el nuevo sistema
de vasos comunicantes que se ha establecido entre las instancias nacional y
sub-nacionales del estado.
En tal sentido, se efectúan algunas
reflexiones sobre el impacto de las reformas sobre el perfil y el papel del
estado nacional y sub-nacional, particularmente en la composición de su
estructura institucional, el perfil de sus dotaciones de personal y la
asignación de recursos presupuestarios. Una sección de cierre resume los
principales puntos de vista y conclusiones resultantes del trabajo,
describiendo brevemente los nuevos lineamientos adoptados por el actual
gobierno en su estrategia de reforma estatal.
* Trabajo
presentado al V Congreso
Internacional del CLAD sobre la Reforma del Estado y de la Administración
Pública, en el panel “Reforma del Estado: Equidad y Gobernabilidad”
** Director
del Programa de Posgrado Maestría en Administración Pública de la Facultad de
Ciencias Económicas, Universidad de Buenos Aires. Investigador Principal del
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina.
Director del Centro de Desarrollo y Asistencia en Tecnología para la
Organización Pública.
[1]
Deseo expresar mi reconocimiento a la colaboración de Hernán Ouviña en
la preparación de este trabajo.
[2]
Coincide con esta apreciación el Secretario de Modernización del Estado,
Marcos Makón (Página/12, 16/01/00). Este supuesto, que toma como referencia a
la mayoría de los países desarrollados y emergentes y no tan sólo a los de
América Latina, debería exceptuar probablemente a los del ex bloque soviético,
donde las transformaciones incluyeron las reglas básicas que gobiernan las
relaciones estado-sociedad.
[3] Véase Mapa del Estado Argentino, Poder Ejecutivo Nacional. Grupo Sophia y
otros, 2000.
[4]
Es importante aclarar que los datos más recientes no son comparables con
los de la década anterior sin antes efectuar algunos ajustes. Por ejemplo, con
la creación del Gobierno Autónomo de la Ciudad de Buenos Aires, los casi 100
mil empleados de la ex Municipalidad de Buenos Aires pasaron a la nueva
jurisdicción, con lo cual se redujo la dotación del estado nacional que
registran los números más recientes. Por otra parte, las cifras de fines de los
años 80 computaban al personal que revistaba en las plantas de personal docente
y no docente de las Universidades Nacionales, estimada en 128.000 personas. La
dotación del estado nacional en el 2000 no incluye este personal, que en la
actualidad se eleva a más de 135.000. Como contrapartida, sí se cuenta hoy
dentro de la APN la dotación de personal de los Poderes Legislativo y Judicial,
excluidos en 1989.
[5] Estimación efectuada por la denominada
Fundación para la Reforma del Estado (entrevista a su ex - presidente).
[6]
En seis provincias el volumen de empleo nacional en territorio
provincial era superior a la dotación propia de las respectivas jurisdicciones (Buenos
Aires, Chubut, Mendoza, Santa Cruz, Santa Fe y Tucumán). En otras cinco, las
cifras eran practicamente equivalentes (Córdoba, Entre Ríos, La Pampa, San Luis
y Salta). Otras siete mostraban una proporción de empleo nacional superior a la
mitad del empleo provincial (Catamarca, La Rioja, Corrientes, Neuquén, Chaco,
San Juan y Santiago del Estero), mientras que en las cuatro restantes dicha
proporción era aproximadamente igual o inferior al 50 % (Oszlak, 1989).
[7]
Restrepo Botero (2000) señala que “si ‘el nervio de la guerra es el
dinero’, las transferencias de recursos de la Nación a las entidades
territoriales son el nervio mismo del proceso de descentralización”. En su
trabajo, este autor describe y critica los prejuicios
de la “teoría fiscalista de la descentralización”.
[8] Un caso paradigmatico es el de Río
Gallegos, capital de Santa Cruz. Si bien es la ciudad argentina con menor
desocupación (1,9% según el INDEC, frente a un promedio nacional 15,4%) en
buena medida ello se debe a que el 49,8% de la PEA trabaja en el Estado. En
palabras del propio intendente de la
municipalidad de Río Gallegos, “si no emplea el Estado, ¿quién lo hace?. El
mercado acá no existe. Así evitamos la exclusión y el desempleo”. (Clarín,
30/07/00)
[9]
En promedio, las provincias no consiguen cubrir más que el 40% de sus
ingresos totales a partir de fuentes tributarias propias. Décadas atrás, el
gobierno nacional transfería a las provincias apenas un 5% del presupuesto
total de las mismas, mientras que ahora ese financiamiento cubre más del 60% de
las finanzas provinciales (Propuesta de Federalismo Fiscal, Consejo Empresario
Argentino, 2000).
[10]
En algunos casos, un porcentaje más o menos importante de estas nuevas
dotaciones se conformó a partir de personal transferido desde organismos
preexistentes, como por ejemplo el ex – Tribunal de Cuentas de la Nación.
[11]
En el caso de considerar al personal empleado por las Universidades
Nacionales, habría que computar a estas instituciones dentro del grupo que
todavía hoy cuenta con una dotación de miles de personas. Sólo la Universidad
de Buenos Aires tiene actualmente un total de 30.472, entre docentes y no
docentes que perciben salarios.
[12]
En el caso del Ministerio del Interior, organismo político por
excelencia, los 38.480 agentes que empleaba en 1989, pasaron a sumar 67.564 en el 2000.
[13]
De acuerdo a la Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas
(FIEL), la dotación de personal del Poder Legislativo en 1989 ascendía a 9.043
agentes, en tanto que la del Poder Judicial alcanzaba en el mismo período los
12.400 empleados. Vease FIEL (1996).
[14]
Incluye a los tres niveles de gobierno (nacional, provincial y
municipal).
[15]
Vease IAEF, 2000. El presupuesto 2001 asigna $ 51.870
millones a gastos corrientes y de capital de la APN, lo cual implica un
incremento del 4% respecto al gasto ejecutado el año anterior y del 17%
respecto al ejecutado cinco años atrás.
[16] De acuerdo al Anuario Estadístico del
INDEC 1999, las transferencias de recursos nacionales a las provincias ascendieron,
de 14.161 millones de pesos en 1996, a 16.497 en 1998 (2.336 millones más).
[17]
Según datos del Ministerio de Economía de la Nación. Este valor surge de
comparar el gasto público consolidado con el PBI nacional, estimados para ese
año.
[18] Un análisis más pormenorizado de las
ejecuciones presupuestarias de cada organismo, brindaría valiosos elementos de
juicio para evaluar cambios producidos en los componentes de su respectiva
función de producción, proporcionando otro punto de observación del proceso de transformación
del estado nacional, pero la tarea excede los alcances del presente trabajo.
[19]
Para el año 2001 se estima que los intereses de la deuda ascenderán al
22% de las erogaciones, mientras que los salarios del personal estatal se
mantendrán en un 13% del total de gastos.
[20]
Véase los Decretos 435, 1757 y 2476 de ese año.
[21]
Al concluir la Administración Menem, el número llegó a las 169.
[22]
En otro trabajo he observado que esta jibarización institucional ha
tendido a producir un incremento en las
pujas distributivas por dominios funcionales. Se han señalado, al
respecto, altos grados de redundancia y superposición de funciones,
particularmente en las áreas vinculadas con la gestión de programas sociales y
de relaciones con las provincias.
[23]
Se destacan, al respecto, las importantes reducciones producidas por la
eliminación de la Junta Nacional de Granos y la Junta Nacional de Carnes
(además de otros organismos de regulación de menor dimensión), que empleaban
varios miles de agentes. Hoy, esas funciones fueron o bien privatizadas -como
la elevación terminal portuaria- o libradas al funcionamiento de los
respectivos mercados.
[24]
Se estima que en los próximos meses se producirá la transferencia de
gran parte de los efectivos de la Policía Federal a la jurisdicción del
Gobierno Autónomo de la Ciudad de Buenos Aires. Dado el importante número de
estas fuerzas, la transferencia producirá otro importante cambio en el perfil
institucional del estado nacional.
[25]
El sistema de jubilaciones sufrió importantes modificaciones durante la
década, al crearse un régimen de capitalización administrado por empresas
privadas y mantenerse el régimen de reparto, a cargo del estado.
[26]
Estas instituciones, de carácter descentralizado, tienen una elevadísima
importancia en sus ministerios de tutela. La AFIP representaba, en el 2000, el
59, 3% de la dotación de personal del Ministerio de Economía, Obras y Servicios
Públicos; el ANSES, el 79,4% de la del Ministerio de Trabajo, Empleo y
Formación de Recursos Humanos; y el CONICET, el 44,3% de la Presidencia de la
Nación..
[27]
Me refiero, básicamente, a la Agencia de Promoción de las Actividades
Científico Técnicas; al FOMEC, un programa de fomento al desarrollo
institucional de las Universidades; y a la Comisión Nacional de Evaluación y
Acreditación Universitaria (CONEAU).
[28] Por ejemplo, en el área de salud
existen hospitales de referencia (como el Posadas); el CENARESO, organismo de
atención y prevención de la drogadependencia; el INCUCAI, a cargo de la
regulación del transplante de órganos; la ANLIS, administradora nacional de
laboratorios e instituciones de salud; o la ANMAT, responsable de fiscalizar la
calidad de los medicamentos y especialidades medicinales. En el área de
educación, se registra entre otros al INET (Instituto Nacional de Educación
Técnica). Y en el ámbito de Economía, una multitud de pequeños organismos de
entre 50 y 500 empleados, tales como el ENABIEF (a cargo de enajenar los bienes
remanentes de los ferrocarriles estatales); SEGEMAR, INPI; la Superintendencia
de Seguros, INIDEP, Tribunal Fiscal, Comisión Nacional de Valores, INASE,
Tribunal de Tasaciones, etc. Algo similar ocurre en otros ministerios.
[29]
Desde hace varios años, este organismo viene sufriendo fuertes presiones
para que salga de la tutela del estado y se convierta en Fundación o Ente
Público no Estatal.
[30]
En rigor, hoy en día existen casi tantas empresas estatales como a
principios de 1989, debido a que muchas de ellas siguen funcionando hasta la
actualidad, demandando, inclusive, cuantiosos presupuestos y plantas de
personal. Por citar sólo dos casos, puede mencionarse a ELMA y a FEMESA: la
primera (naviera) subsiste como ente en liquidación, habiendo registrado en
1999 un déficit de $3.300.000 y previendo gastar $130.000 en personal, aunque
sólo tiene un empleado; la segunda (ferroviaria) empleaba en 1998 a 885
personas, absorbiendo en 1999 $7.000.000 del presupuesto nacional. También
continúaban hasta hace unos meses bajo orbita estatal el Banco Nacional de Desarrollo
(Banade), Agua y Energía Eléctrica, Caja Nacional de Ahorro y Seguro, Obras
Sanitarias de la Nación, Ferrocarriles Argentinos, Astilleros Ministro Domecq
García, Entel, el frigorífico CAP y el Instituto Nacional de Reaseguros
(Inder). En conjunto, estas empresas costaron al Estado en 1999 más de 20
millones de pesos. Véase el interesante informe de Jorge Oviedo “Tras casi una
década, el Estado todavía tiene empresas que pierden”, en Sección Economía y
Negocios, La Nación, 04/06/00.
[31]
Con prescindencia de las cifras, esta afirmación contiene además dos
supuestos a ser tomados en cuenta. Por una parte, si bien se ha reducido la
dotación de personal afectada a las empresas públicas, no sería absurdo
considerar que el personal a cargo de las empresas privatizadas continúa
desarrollando actividades “públicas”, lo cual introduce un criterio de
clasificación un tanto ambiguo, o al menos no despejado conceptualmente en
forma definitiva. Pero además, se han ramificado las formas en que el estado
sigue desempeñando en cierto modo un rol empleador, como ocurre con los planes
de empleo precario imputados a transferencias y no a gastos en personal, lo
cual abre también otra zona de ambigüedad en cuanto a cuál es hoy el alcance de
este último rubro presupuestario.
[32]
Cabe aclarar que la referencia a la práctica de asignación específica de
recursos se refiere a la que el gobierno nacional utilizaba en su vinculación
con organismos descentralizados y autónomos de su propia jurisdicción. Aún
cuando esta práctica subsiste, la Secretaría de Hacienda retiene y reasigna una
buena parte de esos recursos aplicando el criterio de “caja única”.
[33]
Con respecto a esto último, Cetrángolo y Giménez (1996) señalan que “la
concentración de la recaudación en impuestos, que según la ley vigente son
coparticipables con las provincias, ha desatado una puja por el destino de esos
fondos y motivó la búsqueda de mecanismos para eludir la legislación. Pese a
que la recaudación del IVA y Ganancias registró un incremento del 152% entre 1991
y 1995, las transferencias por coparticipación se mantuvieron constantes; en
consecuencia, la participación de los recursos efectivamente coparticipados en
el total nacional (sin Seguridad Social) cayó del 65% al 54% entre esos mismos
años. En cambio, los recursos de asignación específica crecieron un 122% en
moneda constante”.
[34]
A comienzos del siglo pasado existía una clara estructura de
correspondencia fiscal, ya que la Nación sólo financiaba 5 centavos de cada
peso que se gastaba en las provincias. Pero esa relación se fue modificando.
Actualmente, la Nación deriva a las provincias unos 25.000 millones de dólares
al año por concepto de coparticipación federal. Esto significa que las
provincias sólo recaudan una mínima parte de los 36.000 millones que gastan
anualmente, lo cual implica que, en promedio, sólo recaudan 38 centavos por
cada peso que gastan. Los otros 62 los aporta la Nación (Clarín, 2/7/00).
[35] Al respecto, la Fundación Gobierno y
Sociedad (2000) ha expresado en un reciente documento de trabajo que “las
transferencias de recursos hacia las provincias provienen en la actualidad de
un amplio conjunto de sub-regímenes superpuestos. La existencia de un gran
número de ‘ventanillas’ de transferencias de recursos otorga al sistema una
inusitada complejidad, lo cual es el
resultado directo de la incapacidad del esquema vigente para fomentar acuerdos
sostenibles y a la vez adaptables a nuevas y cambiantes necesidades”.